De niño salía a la mar en la mañana y por la tarde iba al “pósito marino” para aprender a leer y escribir. El cura que nos enseñaba, como vio que yo era listo y valía para estudiar, pidió permiso a mi padre, que era pescador, para llevarme a Las Palmas de Gran Canaria a seguir estudiando con una beca. Entré en el seminario pero no lo terminé, después fui radiotelegrafista y finalmente saqué una plaza en un banco. Aun así, yo salía a pescar cada día antes de ir a la oficina. El mar me tenía atado a él y ahora mi hijo, que es funcionario, cuando regresa de su trabajo sale también al mar. Algo genético tiene que haber en esto de la pesca.
De todos mis momentos duros en el mar recuerdo uno con especial intensidad. Fue un día que salí a pescar con mi padre en Pozo Izquierdo. El mar estaba normal pero ya dentro cambió de repente. Las olas eran enormes y el agua entraba en la barca. Yo, aún joven y sin experiencia, pensé que lo mejor era tirarme al agua y nadar hacia la costa para así salvar la vida. Mi padre me agarró y me dijo: si te tiras al mar moriremos los dos porque yo saltaré a buscarte y nos ahogaremos. Solamente juntos y en la barca tenemos posibilidades de vivir. Y así fue, juntos y achicando el agua conseguimos llegar a tierra. Yo aprendí a pescar con mi padre; él me trasladó toda su experiencia y muchas de las cosas más importantes que me enseñó no se encuentran en los libros. Yo lo adoraba y aún me veo a mí mismo sentado en la puerta de casa mirando al horizonte. Hasta que no veía las velas de los barcos aparecer no estaba tranquilo; eso significaba que mi padre venía sano y salvo y que, otro día más, yo podía respirar tranquilo.
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